Estudios masónicos. Cinco ensayos en torno a la Francmasonería

Estudios masónicos. Cinco ensayos en torno a la Francmasonería
Santa Cruz de Tenerife, Ediciones Idea, 2008

Portada del libro

      La mayor parte de las veces, los estudios rigurosos en torno a ciertos temas delicados y sensibles como el de la Masonería, quedan relegados a las bibliotecas y archivos de las universidades y a muy determinados centros de cultura y especialidad.
      Esta vez nos felicitamos porque se haya rescatado, para un público más general y vario, una colección de magníficos trabajos de Ricardo Serna. Se trata de recoger en un mismo volumen cinco extensas ponencias magistrales que en su momento fueron presentadas por el autor en simposios internacionales de historia de la Masonería. Cada uno de los trabajos tiene su propia identidad, aunque están unidos entre sí por una columna vertebral: todos versan sobre asuntos masónicos.
      El lector hallará en estos ensayos el rigor y competencia de una avezada pluma, el misterio que envuelve por definición todo lo masónico y la pasión que el escritor pone a la hora de exponer sus tesis. Historia, misterio y literatura se reúnen en el libro, que no dejará en la indiferencia a ningún lector inteligente.

Leamos este fragmento del trabajo titulado Masones en el cómic. La Masonería y Corto Maltés, de Hugo Pratt. Se nos habla de los recuerdos venecianos de infancia del dibujante y masón italiano.

      Situémonos en el tiempo antes de nada. Se nos habla de acontecidos correspondientes a 1932 o 1933, cuando Hugo Pratt contaba cinco o seis años de edad e Italia estaba sumida en la dictadura fascista. El lugar que Pratt nos describe hay que ubicarlo en el alma del ghetto Vecchio, en la otra punta de la Bragora, distrito donde residía el chico con su familia.
      La señora Bora Levi, amiga de su abuela, vivía en el gueto, y Hugo niño acompañaba de cuando en cuando a su pariente hasta la vieja casa de la señora hebrea, quien obsequiaba al pequeño cada vez con chocolate caliente y bien espeso y con biscotes sin sal, que no hacían demasiada gracia al chiquillo. Hugo recuerda aquella casona como un mágico laberinto de misterios sucesivos, un lugar mágico donde lo esotérico tenía un espacio a medida.
      Nos habla de extrañas escaleras locas o turcas de madera por las que se accedía desde el exterior a la entrada de la vivienda, y de aquellos numerosos medallones con retratos de viejos militares y rabinos ataviados con las típicas trenzas laterales y los sombreros de fieltro. El jovencísimo Hugo, mientras su abuela y la señora Levi jugaban a cartas y hablaban sin cesar de sus cosas, se iba hasta la ventana de la cocina y miraba entusiasmado el patio de abajo, con un pozo antiguo recubierto de hiedra. Era la Corte Expiatoria, lugar de magias y hechizos en el que no se podía penetrar sin traspasar previamente siete puertas, cada una con el nombre grabado de un shed, demonios de la casta de los Shedim, originada legendariamente tras la desobediencia de Adán en el jardín del paraíso terrenal.
      Hugo Pratt nos relata cómo un día, la señora Bora Levi le condujo de la mano a la Corte Expiatoria. Sostenía un menorah o candelabro judío de siete brazos, “y cada vez que abría una puerta soplaba una vela. La corte estaba llena de esculturas y dibujos esgrafiados”, entre ellos un círculo trazado en el suelo para que en él bailara una muchacha desnuda. Dice haber visto grabados los nombres de los ángeles caídos, Samäel, Satäel, Amabiel, y relata que la señora Levi abrió luego una puerta situada en el fondo del cortil y le hizo pasar a otro patio bellísimo a través de una vereda de hierba muy alta; el sendero estrecho de la nostalgia, lo denomina. Esos patios –añade- “representaban el centro fabuloso en el cual se unían dos mundos secretos: uno perteneciente a las enseñanzas talmúdicas y el otro a las filosofías esotéricas judeo-greco-orientales”. Resulta evidente que todo este mundo laberíntico donde confluyen infinidad de claves esotéricas, religiosas y sobre todo culturales, conforma un todo indisoluble al que el propio Hugo Pratt denomina “Serrallo de los Judíos”. Allí, por aquellos patios repletos de grandes incógnitas y extrañas señales misteriosas –magnificadas si cabe por una exacerbada imaginación infantil-, jugaba el chiquillo con niños hebreos, educados por cierto en un ambiente de tradiciones tan especiales como diferenciadoras.


Portada de una edición española de Fábula de Venecia

      Sus numerosos viajes le permitieron comprender, años después, que aquel mundo cerrado y misterioso de la Corte Expiatoria del ghetto Vecchio se hallaba igualmente en Addis Abeba o en las bibliotecas de Debra Mariam, y que para el hombre que anhela conocer la Luz y adentrarse en sí mismo a fin de indagar en su centro, siempre están presentes aquellas siete puertas secretas que sólo son capaces de abrir los elegidos, conocedores de las claves del iniciado. “Después supe por un árabe eritreo –escribe Pratt- que el Adriático se llamaba antiguamente Giun Al-Banadiqin, el ‘Golfo de los Venecianos’, así como que a la misma ciudad de Venecia la conocían por el nombre de Al Bunduqiyyah”. De ahí que esta espléndida Fábula de Venecia lleve como segundo encabezamiento el de Sirat Al Bunduqiyyah. En la primera viñeta del cómic, el autor se dirige a sus lectores (lo hace en singular, por cierto) y nos da libertad para elegir, entre ambos títulos, el que más nos guste.
      Tras realizar algunos largos viajes, Hugo Pratt regresó a Venecia cuando aún no había terminado la guerra. Se da cuenta entonces de que ya nada es lo que fue dentro del gueto judío. “Busco los lugares de mi infancia, pero a menudo ni los reconozco. La escalera loca ya no está, como tampoco está la señora Bora Levi. Las ventanas de su casa están enladrilladas, la fisonomía del lugar –puntualiza con amargura- ha cambiado”.

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